Andén 491

Tengo miedo de hablar de él, porque cualquiera podría enamorarse.
Tiene unos ojos de color indefinible y una mirada que apunta a todas direcciones, 
tiene una sonrisa a medias y otra sonrisa entera que sólo saca en los momentos especiales, 
tiene lunares incontables por todos lados y cada día descubro un huequito de su vida que me enamora un poquito más. 

Es el tipo de persona que me sujeta la cintura cuando me tambaleo medio borracha, 
que se ofrece a llevarme los zapatos cuando no puedo más,
que me presta sus pies para que no pise las aceras desnudas cuando estoy descalza, 
que me coge la cartera para que no me moleste, 
que se disculpa por mi torpeza, 
ridiculiza y minimiza mis defectos 
y me dice que estoy preciosa cada vez que me mira.

Es el tipo de hombre que deja post-it con frases bonitas en la pantalla del ordenador,
que se presenta por sorpresa en mi portal sin pretextos ni fines,
que dice palabrotas,
que bosteza conmigo en las actuaciones aburridas,
que me acaricia las uñas pintadas porque sabe que no es algo normal en mí,
que sigue diciendo que estoy preciosa aunque lleve el pijama sucio, el pelo revuelto y la mirada cansada.

Cada vez que le miro con ojitos de miel
le pillo con las notas más bonitas en la punta de los dedos,
o con el silbido cayendo precipitadamente desde sus labios,                                             y qué labios joder
o con la mirada perdida,
las manos en los bolsillos
y esa inseguridad inconfundible que jamás voy a entender.

Yo no sé nada de la vida,
de mi vida,
ni de cualquier otra cosa que tenga que ver con el destino,
pero tengo una cosa muy clara metida entre la cuarta y quinta costilla:

Mi tren se queda en el andén 491

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