Nadie sale de su casa. El único color que se ve en su vestimenta es una bufanda roja. Baja las escaleras. Mira a un lado de la calle, después al otro, y empieza a caminar sin rumbo fijo. Aparenta tenerlo, porque anda con la convicción de quien sabe a dónde se dirige. Cuando cree que nadie le está mirando, saca la mano del bolsillo de la gabardina y acaricia las paredes de la ciudad. Se imagina la historia que tiene cada una de las piedras y la cantidad de vidas que han visto pasar. Además le encanta ese cosquilleo que se queda en la punta de los dedos cuando separa las yemas. Nadie levanta la mirada y no ve el cielo. Quiere ver el cielo. Sale de la ciudad y cruza la carretera casi sin mirar a los lados. Baja las escaleras del puente y se sienta en la hierba al lado del río. Mira al cielo y ve el cielo. El cielo grisáceo con nubes sin perfilar. Parece que ese cielo ha salido de un cuadro impresionista. Se tumba y empieza a lloviznar. Nadie deja que la lluvia le moje. Respira, siente, abre los ojos, tiembla de frío. Y ve los pájaros. Ve una bandada de pájaros diminutos y negros que vuelan en el cielo. Escucha los patos a los lejos y las gotas apedreando el agua. Nadie piensa. Lleva pensando unos días en la libertad, en la vida, en qué es vivir. Puede que Nadie esté pasando por una crisis existencial, pero nadie lo sabe.
Siente que se ha conformado con una libertad aparente. Siente que no está viviendo, que solo está dejando la vida pasar. Siente que hay tantas cosas ahí fuera por descubrir, por vivir, por experimentar... Siente que no pertenece a ningún sitio pero que a la vez cada lugar tiene algo suyo. Nadie mira el cielo y ve los pájaros volar, cierra los ojos, respira y deja que la lluvia caiga por su rostro.
Nadie siente que en ese preciso momento, si está viviendo.
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