Un hombre sin luz mira desde una esquina la ventana del edificio de enfrente. Tiene envidia. Su vecino observa impasible y serenamente todo el día a través de los cristales. Mira sin mirar. Cambia cada temporada de posición y viste siempre con colores determinados, colores sinestesia. El vecino está casi siempre acompañado de varias mujeres que juegan con faldas, vestidos y sombreros. No se maquillan y ninguno de ellos tiene la necesidad de cortarse el pelo. Son perfectos y cuasieterno.

Nuestro hombre de la esquina, el primer hombre del que os he hablado, envidia las ropas de su vecino, la sonrisa de su vecino, las zapatillas de su vecino. Envidia la cristalera, el techo y la cantidad de atención que recibe su vecino. Yo, yo como escritora estoy dirigiendo vuestra mirada, vuestra atención, al vecino, al mismo tiempo que ignoro y desprecio al hombre de la esquina. Ese mismo hombre que se sienta en el suelo, extiende la mano y agacha la cabeza mientras la vergüenza lo hace más y más pequeño. Ese hombre mira al maniquí de la tienda que tiene enfrente y se pregunta por qué no es él un trozo de plástico. Automáticamente después se cuestiona cómo es posible que envidie un blanco, quieto y rígido trozo de plástico que no puede sentir.

Sentir como la pieza fundamental del sentido de la vida, como el mecanismo necesario para hacer girar el mundo hacia la dirección correcta. Sentir como elemento identificador entre cerdos masacrados en las granjas y gatitos abandonados con cara de pena. 

Entonces, el hombre sin luz de la esquina se pregunta si será mejor no sentir el frío, ni el hambre, ni el sueño, ni la desesperación, ni el miedo, ni la soledad. Se pregunta si valdrá más ser como su vecino serio y sinestésico que un hombre muerto en vida.

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