Llevaba unas semanas pensando en que tenía que comprarme unos zapatos nuevos. Los que usaba diariamente tenían las suelas rotas y me dolían mucho los pies al caminar. Y fue hoy, justo hoy, cuando decidí salir a comprarlos. Durante estas semanas había estado fijándome en los escaparates de las zapaterías de 18 de julio. En realidad, buscaba algún comercio local y pequeño, pero aún no he paseado lo suficiente como para encontrarlo. Ya me había fijado en unos de suela ancha (porque la suela es lo que primero se me rompe) y entré en la tienda bastante decidida. Salí de allí con 900 pesos menos y una bolsa de papel de color rojo con el nombre de la tienda: Macri, desde 1894.  Yo pensaba en Argentina. El día soleado y con una brisa agradable me reconfortaba después de las dos semanas de niebla y lloviznas intermitentes. Me senté en la plaza de los bomberos y busqué, casi a la desesperada, excusas para quedarme debajo del sol. Aún estoy aprendiendo a hacer lo que quiero sin justificarlo y cuando me di cuenta de que no tenía ningún motivo para disfrutar de esa tarde libre, decidí sencillamente quedarme allí sin buscar razones. Cuando el sol empezó a juguetear con las hojas de los árboles y a mí me entró el frío por la piel, me levanté y me fui con mi bolsa roja de zapatos hacia la plaza de la Intendencia, esperando aprovechar los últimos rayos de la tarde. Tras la vuelta de reconocimiento, me senté en un banco en el que daba la luz de frente. A mi lado se quedó el hueco vacío de presencia, pero no tardó mucho en llenarlo el cuerpo de un hombre mayor con bastón y gafas anchas. De repente me preguntó mi edad. “¿Tenés 18 años?” me dijo. Y le contesté que no, entre precavida y vergonzosa. “No, para votar”, añadió. “21 tengo”, agregué escueta y ante su interés sobre mi posible voto, dije “española”, sin más. Podría haberme levantado entonces y evitar cualquier conversación con el anciano. La primera toma de contacto ya estaba hecha y probablemente seguiría un intento de diálogo. Las advertencias de mi madre y de mi abuela resonaban en mi cabeza como una campana. Miré a mi alrededor y luego, mientras él continuó hablándome, lo miré a él. “Tengo casi 90” me confesó y sentí que no podía hacerme nada malo. Siempre he sido confiada e inocente hasta casi decir tonta. Empezamos a hablar y yo cada vez me mostraba más comunicativa y más interesada en lo que me estaba contando. Me habló de política. Él es, desde siempre, frenteamplista porque “dentro de todos, son los que más benefician a los de abajo”. Repitió varias veces que era un privilegiado. Miró mi bolsa de zapatos, colocada como un tabique insalvable entre los dos, y me dijo que su hermano era el dueño de la empresa. No me lo creí del todo, “Montevideo no es tan pequeño”, pensé. Pareció ver en mis ojos algo de inseguridad y entonces me mostró la tarjeta del autobús, tapando el resto de sus datos, y pude ver que Macri era su apellido. Él también estaba receloso conmigo, no me dejó ver su nombre. Mencionó la batalla de Las Piedras, momento en el que la banda oriental se independizó de España. “Creo que fue contra vosotros”, dijo pensativo, y yo me reí por dentro ante la paradoja histórica que estaba viviendo. Él y yo allí, con 80 años de diferencia entre nosotros, hablando pacíficamente mientras nuestra historia había sido todo sangre y batallas. “Las cosas cambian cada 100 años”, me dijo, “Yo soy un privilegiado”. Me habló de cómo era antes Montevideo y fuimos, mientras el sol se ponía al final de la avenida y lo teñía todo de dorado, hacia la antigua sede del diario “El día”. La fachada del casino que llevo tres meses ignorando, se descubrió ante mí con el nombre del periódico en la parte de arriba. Entramos y vi perfectamente como las antiguas mesas llenas de máquinas de escribir y hombres sudorosos sin chaqueta habían sido cambiadas por hileras de tragaperras con brillantes luces. El techo interior del edificio estaba lleno de pequeños cristales de colores y las paredes de mármol blanco y negro ascendían hasta el primer piso. Subimos, él apoyándose en el bastón y en el pasamanos, y salimos hasta el balcón de la antigua sede periodística. Incluso allí, al aire libre y con el tráfico de la avenida bajo nosotros, había máquinas escandalosas. Hablamos. Su hermano lo llevó un día a la redacción cuando él era joven y ahora iba al casino de vez en cuando con su hija. Me mostró fotos de su familia, de sus nietos y desplegó ante mí toda una vida. Entramos de nuevo, dejando el oro del atardecer en el balcón, y llegamos hasta la parte trasera donde más y más colores, sonidos y monedas se movían capitalmente. Cuántos estímulos en una sola habitación. Él insistió en invitarme a algo de merendar porque era la hora en la que él tomaba algo, dijo, y nos sentamos en la barra del casino con un café con leche y un té negro delante. Qué imagen, me decía yo. Una veinteañera y un hombre rozando el siglo, en un casino, hablando del pasado. Podría ser tanto su nieta como una puta. Me imaginé escribiendo esto.
Leonardo Macri comenzó entonces a contarme su vida y yo lo cuento ahora ordenadamente. No tuvo ni madre ni abuela. Ha sido banquero y hubo un momento en el que los militares entraron en el banco y se los llevaron durante una semana. No habló de tortura, solo de trabajos que tenía que hacer para el ejército. Ya entonces era de izquierdas. Decía que los trabajadores del banco se habían comprado unas casas preciosas y que enfrente de él vivía un facho que de vez en cuando llamaba a la policía y decía “en esa esquina hay un banquero comunista”. Él nunca fue comunista. Aparte del trabajo oficial vendía discos de vinilo en algunas tiendas. “Entonces se puso brava la cosa, viste, y yo traía discos de izquierdas desde Argentina, pero les cambiaba la carcasa”. Una vez llegaron los milicos a su casa y estuvieron mirando los discos. Él temblaba, “podría haber ido preso, imaginate que sacan los discos y ven qué eran en realidad”. Me contó que guardaba discursos del Che y de Fidel Castro, que en su casa a veces dormían personas perseguidas o familiares de los perseguidos, y que ayudó a los tupamaros. Todo era para mi una película, una película de Uruguay en carne y hueso que me hablaba de algo más real que una pantalla de cine. Tuvo que cortar la historia porque lo llamó su hija “santita, no cuelgues la bandera del Peñarol porque ahora no está bien la cosa, aunque son los mejores y siempre serán los mejores”. Uruguay entero en un cuerpo de casi 90 años. Se casó a los 39 con la mujer más hermosa de su pueblo, que vivía a media cuadra de su casa, y se separó a los 70. “Tú ves cómo soy yo, ¿crees que puedo estar encerrado en casa y atado a una mujer toda la vida? Me dije que 40 años casado no aguantaba”. Sigue casado, pero su mujer vive en plaza independencia y él en plaza libertad. Va a visitarla a menudo. Se fue a Europa con la intención de ver París, siempre ha sido un romántico, pero acabó en Niza. Pagó 100 euros por una noche de hotel, conoció a una cubana que lo llevó al aeropuerto y pasó una semana entera en París. Visitó tres veces la Torre Eiffel y vio todos los museos. Luego fue a San Sebastián, pero se fue antes de que llegara Angelina Jolie (por el festival de cine) y luego estuvo en Toledo. Volvió a Madrid y no me contó nada más. Le pregunté si había sido feliz, y me contestó que era un privilegiado. Yo seguía sin entender cómo estaba viviendo algo tan increíble. Sentí cierta desvinculación con mi cuerpo, como me pasa siempre cuando estoy viviendo cosas tan fuera de lo cotidiano. Escribir esto lo convierte en real. Me dijo que sus ideales no casaban con la acumulación de cosas materiales y que nunca se mataría por dinero. Ama la vida. Me dijo que en Montevideo había cada vez más coches, porque si uno se compraba uno, el otro y el otro y el otro también querían un auto nuevo. Que se pagaban en cuotas y que él era afortunado porque nunca necesitó nada de eso. No lo anhelaba. Me pregunté cuántos años tendría el jersey que llevaba puesto.
Nos fuimos cuando ya era de noche y caminamos por la avenida escuchando la propaganda política de fondo. Le pedí un abrazo y nos despedimos en un cruce. Le hice un par de fotos desde la lejanía y me fui con la bolsa roja de zapatos colgando balanceándose en mi mano.

Ana diría que en realidad es una mala foto. Ella ha estudiado los planos de cámara y sabe lo que dice, pero a mí siempre me ha gustado el mar y la horizontalidad.
Javi me diría que le gusta caminar despacio y pasear sin importar el hacia dónde ni el hasta cuándo.
Mi abuela iría sujeta a mi brazo y suspiraría recordando la niebla de los amaneceres gallegos y la humedad, pero echaría de menos el verde de todo lo verde que falta aquí.
Mi madre buscaría algo que hacer mientras tanto. Nunca desconecta, nunca descansa, nunca se para y respira sin pensar en que es demasiado tarde y hay que hacer la cena.
Mi hermano iría caminando por el borde, saltando y desafiando todo lo desafiable. Me preguntaría si puede bajar a las rocas, que quiere investigar. Y yo le diría que sí solo para ir con él, porque en realidad me muero de ganas de volver a ser una niña.
Sofi me abrazaría y yo la abrazaría más fuerte para que sienta que todo está bien, que estoy a su lado y que no queda tanto para conseguir la libertad.
Pienso en qué escribiría Octavio y sé que sería capaz de condensar el color de las nubes, el sonido de las olas, la niebla, el olor de las chimeneas y mi tristeza en cuatro páginas. Él sacaría la literatura de todo esto y yo lo escucharía leer mientras le sostengo la cerveza.
María estaría contenta de estar allí conmigo, me diría "mi niña" y diría que está feliz y me haría ver todo lo bonito que tiene la vida.

El hombre está al borde del llanto.
Yo os recuerdo y os traigo a mi lado para no sentirme tan sola.

A veces tengo ganas de escribir, pero llevo mucho tiempo sin sentir esa necesidad.
Todo está estable, pero es algo que echo de menos.



Hoy tu imagen, tu recuerdo, me ha golpeado.
Pareces el aire frío de las mañanas,
el aire frío de un invierno al que he llegado buscándome.

En qué lío me he metido, me digo.

A veces me pienso contigo al lado.
A  veces te pienso y me embarga la ternura.
Yo, toda ternura contigo.
A veces te pienso conmigo y me embarga la tristeza.
Entonces sangran mis decisiones,
me lo cuestiono todo.

Dónde te has metido, me digo.

¿Sabré olvidar?
No lo creo, le digo a Silvana Estrada.
Puede que aprenda a dejarlo todo debajo de la almohada durante el día,
ahí, tranquilo.
Puede que aprenda a domarlo, domesticarlo y seguir sintiendo aquí, a mí.

Pero por la noche,
cuando me salgan las raíces y me entierre entre el colchón y las mantas,
meteré las manos debajo de la almohada
y te encontraré quieta y silenciosa
como tu recuerdo en esta ausencia tan mía.

¿Qué hago con los poemas que tengo atravesados?
Cuidado, me digo.
Hay un cartel gigante que te advierte:
Peligro de derrumbe.


Tengo un ovillo de lana en la cabeza.
La oveja negra está dando saltos dentro de mí.

Intento repensar y repensarme,
pero no puedo.
Así que decido fijarme en lo que siento físicamente.
Centrarme en lo real, en lo único que tengo claro que está ahí, en mi cuerpo y en mí misma.

Vale.
Empecemos.
Estoy en el coche de mi padre y quiero dejar de oler su tabaco.
Me perfora las fosas nasales como una metralleta cancerígena.
La muerte llega lentamente.
Preferiría estar fumando yo ese cigarrillo, pero si fuera tabaco de liar y con boquillas de menta.
Como las tuyas.
Pero eso me lleva a ti y prefiero no entrar en esos caminos. Mejor no.
Camino vetado.

Estoy sentada incómodamente.
No me encuentro.
Soy demasiado grande para esta falda, para este asiento y para este coche.
Me sudan las piernas y mi celulitis se pronuncia con la luz del sol.
El body positive se ha ido a la mierda  y no me veo ni la mitad de guapa que esta mañana.
Menos mal que no he enseñado mis junglas,
porque entonces los susurros que he dejado atrás serían gritos de alerta.
Todos escandalizados.
De nuevo me autofusilo.
Me siento débil.
Camino prohibido.

Intento seguir identificando qué siento.
Me duele la barriga y no sé si es hambre o ganas de vomitar.
¿Vomitar? ¿Por qué?
Siento el regusto de la carne que he comido accidentalmente. Siento las patas de los langostinos que he tenido que sacarme de la boca. Siento los huesos del pollo crujiendo, los escalofríos y las ganas de ir al baño y escupir.
Culpable.
Yo no quería. Yo no quiero.
Se me revuelve el estómago, pero pienso.
Es todo mental, me digo. No quieres comer animales por tus ideales, así que objetivamente no tienes ganas de vomitar.
Idea descartada.
¿Hambre?
No. Puede que ansiedad.
¿Por qué?
Por la madeja de lana negra que da vueltas en mi cabeza. En el centro del ovillo, tú.
No quiero avanzar por esos derroteros.
No quiero pensar en ti.
Camino excluido.

Me siento débil y llegamos a una casa donde no me reconocen,
donde me dicen "qué piernas tienes, madre mía",
donde me siento juzgada y sobrante.
No encajo allí. Soy demasiado grande para esos ojos.
Me miran culpándome de mi ausencia.
Incómoda, como siempre.

Me asfixio e intento concentrarme de nuevo en mí misma.
Repienso y pienso cómo soltarlo todo.
Se me ocurre este poema.
Estoy más tranquila.
He llegado a casa, a mi hogar.
Terreno seguro.
Camino seguro.
De nuevo, estable.
Escribiendo.

Camino correcto.

Paso por tu lado y te posas en mi.

Tranquilo. Ligero.

Tus ojos viscosos y derretidos me miran el vientre.
Te relames,
goloso,
con los dientes negros asomando en el vacío

Tus manos supurantes adquieren la forma de mi pecho.

Estás lleno de yagas,
los ojos amarillos,
la piel embrutecida, áspera, callosa.
En la mano te chorrea la sangre.
Culpable.

Lengua bífida se agita en tu cueva bucal.
La culpa te ha comido los dientes.
Te sigues deshaciendo en pringue y mucosidades verdes.
No hay culpa, culpable.

Eructas, te llevas la mano a la entrepierna y el pelo rizado te asoma por el pantalón.
Selva, selvático y salvaje. Barbarie.
Levanto el brazo y mi bosque te saluda.
Pones cara de asco,
te sacas la mano,
te la sacas
y te vas desfigurado por la calle.

Te giras para mirarme una última vez y empiezas a arder.
Acabas siendo charco de lodo, vísceras y sangre.
Todo ardiente.

Todo arde.

A ti te mataría el último

Hoy me he parado entre dos de las líneas del paso de cebra. Me he parado en medio del bullicio de la gente que camina rápido para que no se le pasen los 20 segundos.
Y he pensado en ti.
Te he recordado en el instituto, tu primera copa, tu primera calada. 
Te recordé en el cine, en el centro comercial, en las escaleras de tu casa y agarrándome el culo como si fuese tuyo. Todo tuyo.
En aquel momento, yo era toda tuya y lo sabía.
Me abría de piernas ante ti con la misma facilidad con la que me abría el pecho.

En medio del paso de cebra me miré por dentro (un lugar raro para la introspección, lo sé) y me sentí completamente diferente.
Me vi lejos, muy lejos

de ti.

Tú tan de traje y yo tan de asamblea.
Tú tan de cuentas y yo tan de libros.
Tú en el banco y yo en la calle.
Tú tan de fútbol y yo tan de manifa.
Tú, tan raíz con tanta tierra y yo con tantas ganas de volar.
Tú tan tú, siendo completamente tú, y yo tan yo, siendo continuamente otra.

Es imposible no pensar en ti si cada vez que nos vemos me arrastras hasta tu cama sin siquiera preguntarme cómo estoy.
He aprendido tanto, tantísimo,
y he volado tan alto...
tus ojos piedra ya no me ven.

Te falta el rojo y el morado, el cielo y las plumas.
Te faltan muchas cosas para ser pájaro.

Pero a pesar de todo, nadie se olvida del primer amor.

Las olvidadas

Después de todo lo estudiado, lo leído, lo comentado y lo discutido,
qué quieres que te diga,
no he conseguido que Pardo Bazán,
ni Rosalía de Castro,
ni María Zambrano,

ni Irene Montero,
ni Inés Arrimada,
ni Susana Díaz,

ni Marta Sánchez,
ni Lady Gaga,
ni siquiera Belén Esteban,

estén en los puestos más altos de mi lista de referentes.

He hablado de ellas. He escrito sobre ellas.
Han estado en mi boca y en mis manos y frente a algunas de ellas me quito el sombrero.
Pero para mí,
no
son
ejemplo.

En los últimos años de mi vida he buscado referentes femeninos casi con prisa
y así intentar recuperar toda la historia que se había quedado escondida, silenciada.
He encontrado figuras que cambiaron la narrativa, el teatro, la poesía,
y la política y  la música.
Ellas también hicieron historia. Cambiaron la historia.
Puedo votar y estudiar gracias a ellas.

Parece que llegué ayer, y aunque con certeza sé que no sé nada con certeza, he descubierto algo.
La carretera siempre da para pensar. He pensado en ellas.
En mi madre, en mi abuela, en mi tía, en mi bisabuela.
En todas esas mujeres que veo día a día llorar y reír al otro lado de la mesa.

Si me dejáis, voy a hablar un momentito sobre ellas.

De mi bisabuela sé que guardaba el poco dinero que tenía dentro de unas medias, debajo de una piedra, en el camino que hacía hasta la lavandería. Y que quería casarse para ser dueña de su propia casa. A mí solo me sonreía en silencio, desde la esquina del sofá verde. Cuánta historia tendría cada arruga de la piel.

De mi abuela aprendí que en algunas vidas hay que sobreponerse a la muerte. Incluso a tu propia muerte. De ella he aprendido muchas cosas, como a hacer tortilla de patatas y a saborear el pan mojado en café. A decir palabrotas en gallego. A ganchillar, a tejer, a ver Pasapalabra. Con ella he entendido qué el olor a comida al entrar en casa. He entendido entre sus brazos qué es un hogar. Y que siempre quedan ganas de reír.

De la hermana de mi abuela, aquella de rojo, he aprendido que nadie tiene que decirme qué hacer. He aprendido a poner un plato en la mesa a quien lo necesite. Qué donde caben 2 caben 8. El carácter. La fuerza. La energía. El fuego en la mirada. La paciencia, el cariño. He aprendido qué es el amor atemporal e incondicional, que está ahí siempre, esperando a que entremos por la puerta.

De mi tía he aprendido el pelo revuelto, el violeta, las libélulas. Qué es la libertad y de dónde viene mi rebeldía. A veces me he visto más en ella que en mi madre.

Pero de mi madre...
Buah.
De mi madre no puedo decir nada que no me haya enseñado. Desde la simpleza del comer y del andar, hasta  la complejidad de mis derechos, el debate, las hipotecas, los bancos y las cuentas corrientes.
De mi madre he aprendido cosas hasta cuándo no me estaba enseñando.
De sus caminar y del sonido de sus tacones en la calle, de sus relaciones, de sus amistades.
He aprendido hasta a coger el teléfono a las compañías de telecomunicaciones que te llaman todos los sábados a la hora de la siesta y a pesar de eso, ser educada.
A dar las gracias, a cuidar, a querer como si fuese de mis entrañas.

De mi madre he aprendido a reconocer el trabajo de aquellas a las que nadie reconoce nada
y al final acaban siempre en
el olvido.
El vecino del edificio de enfrente, el del balcón del tercero, ha salido a fumar con la bata de casa. 
La ceniza cae mientras el humo sube. Él está quieto y suspendido justo en el ángulo intermedio. 

Se ha ido el sol, pero no está atardeciendo. 

El vecino del edificio de enfrente, el del balcón de cuarto, ha salido a fumar. No tiene pelo y parece que tiene frío. Por dentro. 
Mira el suelo de la calle. 
Mira mi ventana, no me ve. 

La luz del segundo se enciende. 
La chica de enfrente está tocando un violín. 
La pareja que vive encima de mi gime. 

Veo dieciocho casas con veinticinco mil vidas en cada una. 
Las paredes guardan historias. 
Algo se me revuelve en el pecho al ver un edificio viejo con las paredes negras, 
las ventanas destruidas
y rezumando una calma especial en cada hueco del vacío. 

Desasosiego y melancolía. 

Los vecinos del edificio de enfrente se han ido. 
Ya ha anochecido. 
Olvídate de mí, si lo necesitas,
si el recuerdo duele más que la cama vacía.
Dolerá más saber que estoy doliendo.

Yo no creo que pueda olvidarme de ti,
porque la verdad es que quiero recordar hasta tu saliva,
tus esquivos y tus tus sustos cuando casi te
                                                                   estás
                                                                         quedando
                                                                                     dormida,  pero parece que quieres despertar y seguir respirando fuerte.

Por eso te miro fijamente cuando cantas, cuando bailas y cuando te está venciendo el sueño.
Por eso te acaricio la cara y la línea de la mandíbula como si fuese ciega,
por si acaso es lo único que puedo mantener inmarchitable.
Te toco los lunares que me gustan,
los pliegues de tus labios
y el contorno de tus orejas frías, siempre frías,
e intento así no olvidarte nunca.

Vamos a dejar que nazcan las arrugas y las canas, como si el tiempo solo bailase para nosotras en el salón de casa.

No quiero olvidarte, incluso si en algún momento dejamos de ser
infinitas.
Te veo a media luz, como si fueses parte de una película preciosa.

Está todo hecho un desastre:
los platos sucios,
el suelo con migas de pan,
la ropa arrugada adornando la habitación
y al sofá se le caen los cojines.
Pero
        me
             da
                 igual.

Me he quedado en tu cuello y no quiero salir nunca.
Me he quedado debajo del edredón y no quiero salir nunca.
Parece que el tiempo se       ha       parado.
Ya no tenemos que decidir nada,
ni esperar a nadie,
ni morir en un intento salvaje.
No tenemos por qué morir.

No tenemos por qué llorar, pero
pero también se me han quedado un par de gotas entre los ojos.
Han salido después
con todo el dolor
con culpa.

Lo siento. Siempre lo siento.

Llego tarde a todas partes y por eso siempre quiero quedarme un ratito más.
Siempre llego tarde y lo siento.
Llegué dos horas tarde cuando yo quería quedarme la noche entera
                                                                                   la vida entera.
Por eso quiero quedarme un ratito más.