Las olvidadas

Después de todo lo estudiado, lo leído, lo comentado y lo discutido,
qué quieres que te diga,
no he conseguido que Pardo Bazán,
ni Rosalía de Castro,
ni María Zambrano,

ni Irene Montero,
ni Inés Arrimada,
ni Susana Díaz,

ni Marta Sánchez,
ni Lady Gaga,
ni siquiera Belén Esteban,

estén en los puestos más altos de mi lista de referentes.

He hablado de ellas. He escrito sobre ellas.
Han estado en mi boca y en mis manos y frente a algunas de ellas me quito el sombrero.
Pero para mí,
no
son
ejemplo.

En los últimos años de mi vida he buscado referentes femeninos casi con prisa
y así intentar recuperar toda la historia que se había quedado escondida, silenciada.
He encontrado figuras que cambiaron la narrativa, el teatro, la poesía,
y la política y  la música.
Ellas también hicieron historia. Cambiaron la historia.
Puedo votar y estudiar gracias a ellas.

Parece que llegué ayer, y aunque con certeza sé que no sé nada con certeza, he descubierto algo.
La carretera siempre da para pensar. He pensado en ellas.
En mi madre, en mi abuela, en mi tía, en mi bisabuela.
En todas esas mujeres que veo día a día llorar y reír al otro lado de la mesa.

Si me dejáis, voy a hablar un momentito sobre ellas.

De mi bisabuela sé que guardaba el poco dinero que tenía dentro de unas medias, debajo de una piedra, en el camino que hacía hasta la lavandería. Y que quería casarse para ser dueña de su propia casa. A mí solo me sonreía en silencio, desde la esquina del sofá verde. Cuánta historia tendría cada arruga de la piel.

De mi abuela aprendí que en algunas vidas hay que sobreponerse a la muerte. Incluso a tu propia muerte. De ella he aprendido muchas cosas, como a hacer tortilla de patatas y a saborear el pan mojado en café. A decir palabrotas en gallego. A ganchillar, a tejer, a ver Pasapalabra. Con ella he entendido qué el olor a comida al entrar en casa. He entendido entre sus brazos qué es un hogar. Y que siempre quedan ganas de reír.

De la hermana de mi abuela, aquella de rojo, he aprendido que nadie tiene que decirme qué hacer. He aprendido a poner un plato en la mesa a quien lo necesite. Qué donde caben 2 caben 8. El carácter. La fuerza. La energía. El fuego en la mirada. La paciencia, el cariño. He aprendido qué es el amor atemporal e incondicional, que está ahí siempre, esperando a que entremos por la puerta.

De mi tía he aprendido el pelo revuelto, el violeta, las libélulas. Qué es la libertad y de dónde viene mi rebeldía. A veces me he visto más en ella que en mi madre.

Pero de mi madre...
Buah.
De mi madre no puedo decir nada que no me haya enseñado. Desde la simpleza del comer y del andar, hasta  la complejidad de mis derechos, el debate, las hipotecas, los bancos y las cuentas corrientes.
De mi madre he aprendido cosas hasta cuándo no me estaba enseñando.
De sus caminar y del sonido de sus tacones en la calle, de sus relaciones, de sus amistades.
He aprendido hasta a coger el teléfono a las compañías de telecomunicaciones que te llaman todos los sábados a la hora de la siesta y a pesar de eso, ser educada.
A dar las gracias, a cuidar, a querer como si fuese de mis entrañas.

De mi madre he aprendido a reconocer el trabajo de aquellas a las que nadie reconoce nada
y al final acaban siempre en
el olvido.

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