América, historia 4.

Corrían los años 90 cuando se disparó la industria de la construcción en España.
Las familias que tenían acciones o que eran propietarias de fábricas de ladrillos, cemento u hormigón,  se convirtieron en un grupo social alto y elevado. Pronto aparecieron ciudades donde antes había pueblos y grandes cortijos en medio de los campos que se extendían por todo el país. Las carreteras y autovías se extendieron para llegar a las nuevas urbanizaciones y el consumismo creció considerablemente.
Allá por Galicia, la explosión del sector no pasó desapercibida.
Algunas familias dejaron sus casas y se mudaron a la capital para ampliar el mercado a niveles internacionales, aunque algunas prefirieron quedarse en sus pueblos para organizar y distribuir mejor la empresa.
Los Touza fueron una de estas familias.
Vivían en Santa Comba, un pueblo perdido de La Coruña. Cuando hicieron dinero se mudaron a Santiago de Compostela, donde aumentaron las fábricas y la producción.
Los propietarios de la empresa era una pareja de mediana edad que había tenido una preciosa hija. La pequeña estudió en una escuela pública del pueblo donde antes vivían. Creció y se casó semanas antes de mudarse a Santiago. Sus padres la educaron con la intención de que se hiciese cargo de la factoría cuando se jubilasen, y su  marido se convirtió en el gerente superior de la empresa.
Tenían muchísimo dinero.
Disponían de los últimos modelos de coche, las mejores marcas de ropa, las tecnologías más sofisticadas y todo aquello que el dinero podía comprar.
Pero sólo eso.
La pareja de jóvenes vivía con los padres de la chica. Éstos querían tenerlos controlados.
Por ahora, todo el dinero que disponían era de ellos, y debido a la pobreza que habían vivido en los años anteriores, eran bastante tacaños y mezquinos.
Nunca se fueron de vacaciones, nunca dieron limosna y jamás hicieron donaciones para entidades sin ánimo de lucro.
No querrían malgastar el dinero, decían.
El marido de la joven era una persona realmente alegre. Cuando estaban juntos, la sonrisa no se le caía de los labios y los ojos le brillaban de una manera especial. Se le veía feliz.
Sin embargo, el tiempo y el dinero hicieron de las suyas.
Cuando se mudaron a Santiago las cosas empezaron a cambiar.
Sus suegros no le quitaban los ojos de encima un solo segundo. Temían que un día cogiese todo el dinero que guardaban en la caja fuerte y se escapase de casa. O peor, que huyese con su hija.
Todos los actos que el hombre hacía tenían que tener una explicación racional. No podía salir de casa, ni coger el coche, ni abrir la nevera sin decir porqué y para qué. Y terminó perdiendo la cordura.
Los ojos se le convirtieron en dos almas en pena, y las líneas de expresión se marcaron en su cara. La sonrisa perdió su fuerza y la inseguridad se convirtió en su sombra.
Hasta que un día cogió una cuerda, la colgó en la lámpara de cristal que había en su estudio y se suicidó.
Por que él estaba sobreviviendo, y había olvidado completamente cómo vivir.

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