He subido a un autobús lleno de almas vivientes.
Nos tocábamos unos a otros, nos rozábamos, nos mirábamos intentando saber qué había más allá.
Era casi erótico el baile que practicábamos entre los arranques y los frenazos, entre los roces de manos, de culos, de pelvis y culos, de piernas, de brazos, de brazos y cuellos.

Coincidir. Simplemente coincidir.
Detrás de mi, un piano y un músico hacían equilibrio. Madrileños. Aires de bohemios. Juntos y callados. Pronunciaban todas las consonantes y eso era raro.
Sigo con el rabillo del ojo la conversación de whatsap de la chica que está delante de mi. Le dolía la cabeza esta mañana y acaba de salir de trabajar. El viernes tiene turno de tarde, de 17 a 21. Está cansada y hoy no sale de cervezas, ni de fiesta, ni se enrollará con nadie. Tampoco se torcerá el tobillo en el escalón de la discoteca ni se preocupará por cómo le quedan los pantalones nuevos.
A su lado, una mujer mira en Facebook una noticia sobre los maestros de las escuelas públicas andaluzas. Pone el Google Maps. Mañana va a la playa y parece que sus amigas van con ella.
Un chico ha entrado en el último momento por la puerta de atrás. No ha pagado y yo estoy enfadada. El pelo amarillo destaca sobre todas las cosas: ¿se acuerda de mí? le pregunta a un señor entrado en años que resulta ser su antiguo profesor de Física y Química. La conversación descubre que el niño de pelo pollo estudia economía. No ha pagado el autobús y yo me enfado.
También hay una mujer enfadada. Curvas, redonda y rosada. Viste de negro. Se come las consonantes y me gusta. Se enfada por la huelga de autobuses. Cuando sale del trabajo, no puede llegar a su casa hasta tres horas después, pero se queja y quiere poner hojas de reclamación para ayudar a los conductores en la huelga. Se solidariza. Tiene conciencia de clase. Me gusta. Grita y explica por qué se hace la huelga. Propone soluciones. Yo pienso que sería una buena alcalde, pero tiene que ir a atender mesas en el bar de su barrio.
Dos niños de treinta años juegan al Pokemon Go sentados. A un señor mayor le duelen las piernas.
Yo vuelvo cansada, con una camiseta roja atada a la riñonera, con una libreta llena de apuntes sobre la Violencia de Género. Me pregunto si la mujer que hay sentada tres filas detrás de mí es una mujer maltratada.
Y coincido. Simplemente coincido.

Llego tarde.
Salgo.
Corro.
Esta noche he bailado hasta caer. Esta noche he bebido hasta reír.
Y coincido con ella en la esquina de la calle más fría de toda Graná.
Sonrío y me pregunto si conseguiré que me abrace fuerte antes de marcharme.
Todos mis yoes coincidimos en lo bonito que sería besarla.

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