Delante de la mujer hay una gran urna transparente, reluciente y vacía. Todavía vacía. Y delante de esa caja cristalina y frágil se encuentra una gran multitud papeleta mano. En efecto, querido lector o querida lectora, estamos ante una votación popular.
La mujer que se sienta delante de la urna no es ni mucho menos una de las candidatas a ocupar el puesto vacante en una administración municipal de mala muerte. La mujer es dueña de un vientre que no le pertenece.
La multitud conocen a la susodicha solo de vista, de pasada, de holayadiós, de cruzarse con ella en el supermercado o coincidir en el taller del coche. La multitud que se coloca ante ella con posición de "me importa una mierda lo que salga en esta votación" es la que va a decidir si la sedente va o no va a ser madre.
Todos, uno a uno y una a una, van pasando en fila india delante de la urna, dejando caer el papel blanco dentro del recipiente. La mujer traga saliva en repetidas ocasiones, se mueve nerviosa en el sillón y hace cuentas mentalmente. Imagina qué pasará en su vida si sale que no, y qué pasará en su vida si sale que si. En ambos casos, tiene que tener un plan de emergencia.
La votación acaba. El pueblo ha decidido.
Sin redobles de tambores ni panderetas en mano. Sin champán ni serpentinas cayendo del cielo, los contadores de votos le dan la noticia a la mujer.
Dentro de 9 meses tendrá en sus brazos una vida que dependerá única y exclusivamente de ella.
La multitud asiente satisfecha. Se miran unos a otros pensando que ha sido una buena decisión, que la mujer ya tiene una edad, que se le pasa el arroz. Todos se muestran felices, maravillados y emocionados ante la buena nueva.
Y en el sillón, la mujer parece más pequeña que nunca. Sonríe llorando. Se ha encogido sobre sí misma sabiendo que su opinión no le importa a nadie.
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