Lo que más le gustaba de la primavera era el cielo. Azul en
la mayoría de los días, pero a veces, nublado y encapotado por las tristes
nubes. Las nubes, las blancas nubes, las que de vez en cuando se daban un paseo
por ese cielo también le gustaban. Esas nubes, las blancas, podían ser de
muchas formas, podían ser lo que quisieran ser. Las partículas de agua
evaporada se movían con total libertad, haciendo así distintas formas que con
un poco de imaginación podíamos identificarlas. Y todos hemos jugado a eso… ¿cierto? Todos nos
hemos sentado en el suelo a observar el cielo azul, o nos hemos tumbado en la
arena de la playa y abierto los ojos, descubriendo las formas que escondían las
nubes.
Para ella, ese momento era perfecto. Estaba tumbada en el
pequeño campito que ella misma había descubierto, con las palmas de las manos
pegadas al suelo, y sintiendo con las yemas de los dedos cada granito de
tierra, cada plantita, cada bichito que pudiese estar rondado por allí. Tenía
los ojos abiertos, aunque de vez en cuando los cerraba y se dejaba llevar por
los sonidos de ese rinconcito que para ella era especial. Observaba las nubes,
el cielo azul, el sol, los pájaros…. Y dejaba que el sol acariciase su piel con los rayos de
primavera, esos que no son ni muy fuertes, ni muy débiles, lo justo para
calentar y sentir eso que ella sentía en ese momento. Lo olores se confundían
en el aire. Se mezclaban las margaritas con la lavanda, el olor de los olivos y
de la tierra, del césped, de las plantas, de la naturaleza… Todo en conjunto
creaba en ella tal sensación, que, si el paraíso existía, tenía que ser aquel
lugar, porque jamás, en cualquier otra parte del pueblo, de la ciudad, o de
algún sitio que había visitado, jamás se había sentido tan cómoda como se estaba
sintiendo en ese mismo momento.
Inspiró profundamente, disfrutando de ese maravilloso olor,
de ese aroma que ahora llevaba impregnado en su ropa y en su pelo, que a ella
le encantaba. Se levantó y se marchó, observando tras de sí la figura que había
dejado su cuerpo en el césped y sonriendo, por el simple hecho de haber pasado
allí la tarde, construyendo sueños y descubriendo las formas de las nubes.