#Experiencias3- Pontedeume.

Es domingo por la mañana. Las horas pasan y me despierto entre las sábanas de mi cama. Me desperezo y abro los ojos, intentando acostumbrarme a la luz del día.
Son ya las once y decido levantarme a desayunar. Sin saber cómo, me encuentro en el coche camino a Pontedeume.
Los rayo del sol  hacen que entrecierre lo ojos, los neumáticos corren sobre el asfalto y mi vista se desliza por el paisaje.

Llegamos y un pequeño golfo se extiende ante nosotros, adornado con pequeñas embarcaciones que se mecen con el movimiento del mar.
Aparcamos y un puente de roca oscura aparece ante mi vista.
Paseamos por las calles.
Andamos por el casco antiguo, sobre un suelo empedrado, resbaladizo y húmedo, viendo las pequeñas tiendecitas que se esconden entre los cimientos de los edificios, los caserones abandonados, comidos por el tiempo y en el cielo, medio claro, medio nublado, las palomas volando en bandada, recorriendo el aire y posándose en el tejado húmedo de los edificios.
Inspiro  un aire puro y limpio, mezclado con el salitre del mar.
Seguimos subiendo la cuesta.
Fijo la mirada en una casa abandonada, medio escondida en la esquina de una pequeña y estrecha calle.
Una puerta y una ventana dan al interior, aunque están tapadas con trozos de maderas en los que se han pegado carteles publicitarios que ya lucen arrugados por la lluvia. Si techo y con las paredes en ruinas, da lugar a una pequeña jungla. Me asomo por un resquicio entre las maderas y veo un minúsculo parque donde crecen miles de plantas que se enredan entre sí adornando las viejas paredes.
Aún se puede ver lo que en algún momento fueron las vigas de madera, los marcos de las puertas y las ventanas, que ahora esperan allí, olvidados,  a que alguien se haga cargo de ellos. Y de frente, imponiendo y parando las miradas indiscretas, una fachada de piedra húmeda con una finísima capa de color verde y un 28 adosado e inscrito en unos azulejos que lucen encima de lo que en algún momento fue una ventana.
Después de pararme durante unos minutos, sigo subiendo.
Llegamos a unas escaleras. Nos enfrenta con una estatua que nos mira, ataviada con una túnica de piedra, sostiene entre sus manos una ofrenda que no me paro a mirar. Su mirada vacía y sus facciones petrificadas provocan en mí un sentimiento de terror.

Me deslizo y subo otras pequeñas escaleras que se esconden en la izquierda.
Me encuentro en la parte de atrás de una iglesia. Puedo oír los cánticos que cantan las voces de las personas de la misa, y consigo reconocerlo y enlazarlo con un villancico.

La rodeo y justo al lado encuentro otro caserón abandonado, comido por el tiempo. Subo  unas pequeñas escaleras que se adornan con una capa de musgo. Lo toco y cede ante mis yemas. Me las humedece y noto el frío del agua.
Me adentro en una pequeña calle. Un poco más lejos, una casa emerge tras una parcela descuidada, llena de altos tallos que intentan rozar el cielo. Vuelvo sobre mis pasos y la vista de los torreones de la iglesia me sobrecoge. Se ve allí, bajo el cielo azul, grande e imponente. Una gaviota lo sobrevuela y lo rodea, y al fondo, la vista de un monte verde, adornado con casitas blancas y enmarcado con el azul del cielo y del mar.

Inspiro de nuevo.

Bajo las escaleras y la iglesia, desde abajo, me demuestra mi pequeñez. Las paredes de piedras claras dan resguardo a miles de cristianos que salen de misa.

Año 1763, alcanzo a leer.

Y me sobrecojo aún más. Mis 15 años no son nada a su lado. Un mísero grano de arena, al lado de una gran montaña, creada por la erosión de miles de años.

Bajo por la calle, con cuidado de no resbalar y me alejo de esa ciudad, pequeña, escapando poquito a poco, dejando atrás el salitre, el sonido de las gaviotas y los árboles que adornan el camino, desnudos, sin hojas que los protejan, pero abrigados por unas matas de color verde que se enredan en sus troncos.
 

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