Son ya las once y decido levantarme a desayunar. Sin saber cómo, me encuentro en el coche camino a Pontedeume.
Los rayo del sol hacen que entrecierre lo ojos, los neumáticos corren sobre el asfalto y mi vista se desliza por el paisaje.
Llegamos y un pequeño golfo se extiende ante nosotros, adornado
con pequeñas embarcaciones que se mecen con el movimiento del mar.
Aparcamos y un puente de roca oscura aparece ante mi vista. Paseamos por las calles.
Andamos por el casco antiguo, sobre un suelo empedrado, resbaladizo y húmedo, viendo las pequeñas tiendecitas que se esconden entre los cimientos de los edificios, los caserones abandonados, comidos por el tiempo y en el cielo, medio claro, medio nublado, las palomas volando en bandada, recorriendo el aire y posándose en el tejado húmedo de los edificios.
Inspiro un aire puro
y limpio, mezclado con el salitre del mar.
Seguimos subiendo la cuesta.
Fijo la mirada en una casa abandonada, medio escondida en la
esquina de una pequeña y estrecha calle.
Una puerta y una ventana dan al interior, aunque están
tapadas con trozos de maderas en los que se han pegado carteles publicitarios
que ya lucen arrugados por la lluvia. Si techo y con las paredes en ruinas, da
lugar a una pequeña jungla. Me asomo por un resquicio entre las maderas y veo
un minúsculo parque donde crecen miles de plantas que se enredan entre sí
adornando las viejas paredes.
Aún se puede ver lo que en algún momento fueron las vigas de
madera, los marcos de las puertas y las ventanas, que ahora esperan allí,
olvidados, a que alguien se haga cargo
de ellos. Y de frente, imponiendo y parando las miradas indiscretas, una fachada
de piedra húmeda con una finísima capa de color verde y un 28 adosado e
inscrito en unos azulejos que lucen encima de lo que en algún momento fue una
ventana.
Después de pararme durante unos minutos, sigo subiendo.
Llegamos a unas escaleras. Nos enfrenta con una estatua que
nos mira, ataviada con una túnica de piedra, sostiene entre sus manos una ofrenda
que no me paro a mirar. Su mirada vacía y sus facciones petrificadas provocan
en mí un sentimiento de terror.
Me deslizo y subo otras pequeñas escaleras que se esconden
en la izquierda.
Me encuentro en la parte de atrás de una iglesia. Puedo oír
los cánticos que cantan las voces de las personas de la misa, y consigo
reconocerlo y enlazarlo con un villancico.
La rodeo y justo al lado encuentro otro caserón abandonado,
comido por el tiempo. Subo unas pequeñas
escaleras que se adornan con una capa de musgo. Lo toco y cede ante mis yemas.
Me las humedece y noto el frío del agua.
Me adentro en una pequeña calle. Un poco más lejos, una casa
emerge tras una parcela descuidada, llena de altos tallos que intentan rozar el
cielo. Vuelvo sobre mis pasos y la vista de los torreones de la iglesia me
sobrecoge. Se ve allí, bajo el cielo azul, grande e imponente. Una gaviota lo
sobrevuela y lo rodea, y al fondo, la vista de un monte verde, adornado con
casitas blancas y enmarcado con el azul del cielo y del mar.
Inspiro de nuevo.
Bajo las escaleras y la iglesia, desde abajo, me demuestra
mi pequeñez. Las paredes de piedras claras dan resguardo a miles de cristianos que
salen de misa.
Año 1763, alcanzo a leer.
Y me sobrecojo aún más. Mis 15 años no son nada a su lado.
Un mísero grano de arena, al lado de una gran montaña, creada por la erosión de
miles de años.
Bajo por la calle, con cuidado de no resbalar y me alejo de
esa ciudad, pequeña, escapando poquito a poco, dejando atrás el salitre, el sonido
de las gaviotas y los árboles que adornan el camino, desnudos, sin hojas que
los protejan, pero abrigados por unas matas de color verde que se enredan en
sus troncos.
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