~Diminuto azul~

No había otra cosa que pudiese hacer.
Tenía que ir mirando al suelo o sería víctima de un resbalón que me precipitaría en una caída torpe y vergonzosa.
Y desde luego, fue una pena tener que ir con los ojos en la punta de los zapatos negros que se iban manchando con la arena del camino.
En momentos que le robaba a la subida, me paraba y levantaba la cabeza para ver el cielo.
El cielo, el perfil de la montaña, las paredes de piedras escarpadas o los millones de árboles con troncos oscuros y ramas bajas.
Y entonces, inspiraba aire.
Intentaba coger la mayor cantidad de oxígeno posible, para luego, seguir andando con la cabeza gacha.
Sin embargo había pequeños detalles que podían haber cambiado el curso de la historia, y de no ir mirando al suelo, me habrían pasado desapercibidos.
Las margaritas se aventuraban a nacer en las lindes del camino y se movían con el aire que producían nuestros pasos al andar. Las acompañaban otras flores moradas de las que desconozco el nombre, pero que eran igual de bellas y delicadas que cualquier alma en pena. También, de vez en cuando, mi mirada gacha se cruzaba con capullos abiertos de pétalos blancos y pequeños, que crecían en ramitos separados. Los dientes de león de un color amarillo especial, se quedaban cerca de flores que con un soplo de aire se quedaban desnudas y sin su vestido blanco.
Me gustaba pensar, que cada trocito de flor que había volado con el soplo producido por los labios de algún soñador, llamaría la atención del destino y cambiaría su cuerpo por un deseo.
Pero aún así, después de ver las flores a los lados del camino, después de meter los pies en arena y deslizarme por las zonas rocosas, me quedo con la flor más bonita que nunca había visto.
Una pequeña mancha de color azul marino que luchaba contra pies y pasos en un intento desesperado de seguir viviendo.
Una florecilla diminuta, con un tallo minúsculo y unos pétalos indefinidos.
Allí estaba, en mitad del camino, luchando contra los granos de arena que intentaban comerse su territorio.

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