Ya he quitado el portafotos que tenía en la mesita de noche, guardando uno de los recuerdos más bonitos que he tenido contigo.
Ya he quitado tu foto de mi cartera, y la he acariciado anhelando acariciarte la espalda.
Esos han sido los dos actos más valientes que he conseguido hacer en estas dos semanas
sin ti.

No sentía la tristeza,
y no entendía cómo tu paso por mi vida
no me traía uno de esos malos días.
Qué equivocada estaba.

No sé si ha sido el frio,
la soledad,
o tu ausencia,
pero  ha aparecido la tristeza gritándome que nunca se ha ido.
Ahí ha estado siempre,
escondida y aterrada.
Hasta la tristeza tiene miedo.

Me he dado cuenta de que lleva en mi vida más de lo que pensaba
y por eso no la sentía.
Estoy acostumbrándome a su color
de la misma forma que ella se está acostumbrando a mis miedos.

No lloro porque estoy triste,
más triste que nunca.
No llego a comprender cómo hemos pasado de darlo todo a no tener nada,
cómo he perdido la apuesta en la que había invertido tantas ganas de quererte.
No llego a comprender cómo no puedo ni tocarte, ni sentirte, ni verte por dentro;
yo, que he estudiado tu alma más que a mi misma;
yo, que apenas podía despedirme de ti aquel día.
Aquel
fatídico
día
en el que tus hombros eran el hueco perfecto para huir del mundo.

Antes era duro porque no te veía,
pero ahora estoy en el ojo del huracán.
Hace frio, viento y duele.
Sin ti, todo duele mucho más.
Sin ti todo es mucho más insoportable
y triste.
Sin ti todo se ha llenado de una tristeza invasora y masoca
que no quiere olvidar ninguno de nuestros recuerdos.

El invierno ya no es de colores
y tu risa es casi tan lejana
como el silencio de las catedrales
en hora punta.


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