En ese momento sentía el dolor del mundo en cada una de mis vértebras.
Sentía el quejido de las heridas sin cerrar,
cada uno de los gritos que habían resonado en mi cabeza
y las agujetas de un corazón que palpitaba a contratiempo.

En ese momento pensaba en los niños que no tienen qué comer,
en los gatos que mueren de sed,
en los perros atropellados
en los hombres que piden en la calle,
en las mujeres que lloran en la esquina de la habitación.

Pero el bullicio se fue apagando.
Ya casi no oía cómo el mundo se lamentaba. Ni siquiera oía mi propio llanto.
Allí, al amparo de su cuello y con su mano en la espalda podía percibir perfectamente como todo lo que dolía se hacía muy muy muy pequeño.

Aquello era amor.
Un amor lento, del que no se espera nada, del que no se quiere nada.

Me bailaban las ganas de besar debajo de la lengua, pero ni siquiera hacía falta.
Con una caricia nos lo habíamos dicho todo.



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