Este año he podido crecer y aprender cada miércoles en el Rastrel, un bar salmantino que me ha cautivado. Solo espero que podáis sentir debajo de la piel una mínima parte de todo lo que yo he amado desde la barra. Solo quiero que podáis sentir debajo de la piel la libertad que yo he sentido encerrada entre aquellas cuatro paredes. 

Al Rastrel, donde siempre he sido libre




Entro y me siento.
El cristal de la ventana está húmedo. Está empañado. Llora.

Se sube un hombre al escenario y todo el mundo calla. No se oye masticar ni el choque del vaso con la barra. Casi no se oye la respiración, pero la escalera sí que suena. La puñetera escalera que se queja constantemente y de la que los músicos y los poetas estamos hartos.

Empieza, todo empieza. Acaba. Vuelve a empezar y vuelve a acabar.

Me voy.

Entro y me siento. Esta vez sonrío.
Escucho. Me emociono, me pongo nerviosa, lloro por dentro, se me pone la piel de gallina y vuelvo a irme.

Entro, me siento. Miro la pared del fondo y me pregunto qué cojones es y cómo puede haber tantas guitarras apoyadas en una misma mesa. Esta vez me siento en la escalera, en la escalera quejica. Creo que todos pensamos que se caerá en algún momento

Sigue siendo invierno. He saludado por primera vez a alguien a quien veo todos los miércoles.

Y me voy. Y vuelvo. Así periódicamente. El cristal sigue empañado. La cerveza también está fría. El suelo me congela el culo y la corriente de aire que entra por la puerta me recorre la espalda. Así cada vez que alguien llega, cada vez que alguien se va.

En medio de este baile de entradas y salidas, de idas y venidas, sucede algo realmente importante. Y la gente lo sabe, lo siente, se palpa en el ambiente y todo es silencio. De nuevo todo es silencio.

Un cantautor acaricia su guitarra. Sonríe, entona y llora por dentro. Él dice que por eso le gusta el indie, porque es capaz de expresar perfectamente cualquier sentimiento.

Una chica rubia a la que solo le faltan un par de rastas más para ser hippie completamente recita. Nos habla de animales y todo es divertido, pero entonces habla del Ser Humano y todos nos quedamos rotos.

Una chica de pelo largo, rojo, con la piel muy blanca y un perfecto maquillaje canta, canta desde dentro e hipnotiza. Siempre dice que no sabe qué cantar hoy, pero sinceramente me da igual qué toque siempre que no deje de hacerlo nunca.  

Aparece el chico de las comillas con el pelo un poco revuelto y recita cosas que le salen directamente del pecho. Se nota por la voz que tiene y por la forma en la que sonríe al final de cada poema. Nunca he conseguido entenderlo del todo.

Una chica con acento del sur, muy del sur, se sube al escenario y recita con el corazón en un puño. Solo hay que ver cómo se encoge sobre sí misma y cómo serpentea seseando sobre el escenario. La he visto llorar en una esquina mientras alguien hablaba de los hijos de la madera. Y qué tristeza joder.

Se suben una guitarra, un bajo y un violín. Y cantan. Bueno, más bien gritan. Le gritan a la libertad, a la rebeldía, a la censura. Uno suele hablar de Carlos Chaouen. Otro hace la canción de las versiones más alucinante que nunca he escuchado. Ella toca el violín y parece que te acaricia el alma mientras tanto. 

Un escritor de tiempo libre recita o canta (todavía no sé muy bien a qué se dedica). Suele usar un ritmillo para que llegue mejor a la gente, y nosotros, como un público ejemplar, intentamos ayudarle siguiendo el tempo con palmas o chasqueando los dedos. Siempre acaba perdiendo el ritmo, sacudiendo la cabeza y pidiendo otro trago de cerveza.

Una chica habla de las imposiciones sociales que sufren sus jamones (llamados comúnmente piernas) y el hombre de la barba canta recién afeitado. 

Y así, poco a poco, se van quedando las sensaciones debajo de la piel.

En este escenario hemos hablado de amor, de desamor, de soledad y de suicidio. Hemos cantado en gallego, en francés, en inglés, en italiano. Ha pasado México, Argentina y Chile. Y el cubo. Siempre ha pasado el cubo mágico: pasa por aquí vacío y llega por aquí lleno de monedas para la gente que ha participado. Los billetes no hacen ruido. Todo el mundo dice “oh” y no sé si es porque esto se acaba o porque ha llegado la hora de pagar. 

Entro y me siento. Saludo, sonrío, doy dos besos y abrazo a Soledad. El cristal ya no está empañado. Al ruido de la escalera se le ha sumado el ventilador y ahora algunas personas prefieren estar fuera fumando, bebiendo y hablando. Ya me he enamorado unas 857 veces en este bar. 

Aquí no solo se canta ni y se recita. Aquí se lucha, se grita y se pelea. Aquí se canta Despacito y se convierte en un himno LGTB. Nos expresamos sabiendo que podrían detenernos por ello. Nos expresamos sabiendo lo que duele no poder hacerlo. Gritamos. Gritamos muy fuerte por las injusticias, por el dolor, por la sangre, por los estereotipos, por el capitalismo, por la homofobia, por la transfobia, por la libertad de expresión, por las asesinadas, por las muertas, por las muertes. Gritamos a pelo, sin protección, con una cerveza en la mano y las ganas de revolver y resolver el mundo.

Gritamos y gritaremos. Gritaremos para el pasado mañana, porque para el mañana ya estamos gritando hoy.

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