Luces perdidas

He visto de todo. Llevo años aquí y, por suerte o por desgracia, aún me quedan varias vidas mirando el mundo.
En las calles concurridas, mis hermanas y yo nos colocamos estratégicamente para que todo el mundo note nuestra presencia, pero que nadie nos vea realmente.
Paso desapercibida y mientras la gente discurre por las calles en un río de conversaciones, observo los ojos vacíos que de vez en cuando miran sin ver.
Hay tanta gente sola, querido lector, tanta gente triste y desesperada… He visto borrachos de soledad apoyados en la esquina de enfrente. He visto llantos de niños perdidos, he visto llantos de adultos perdidos. He visto despidos, peleas y rupturas. He visto mujeres con palabras afiladas que cortaban corazones, he visto esos corazones casi suicidas desangrándose en llanto.
A veces parece que el mundo quiebra y que cada uno de los cristales rotos son personas brillantes de pena.
Pero a veces… a veces veo flores.
A veces, muy de vez en cuando, veo flores cabalgando de una mano a otra. A veces veo sonrisas en los labios y sorpresa en las pupilas. A veces mi soledad se reconforta con el abrazo de una pareja, con la risa de un niño, con la carrera continua de los incansables jóvenes con ansias de vida. A veces he visto el amor inmarcesible en dos ancianos amándose. A veces he visto almas caritativas brindándole flores a pétalos solitarios.
Mis hermanas y yo somos ya viejas, llevamos viviendo muchos años. Soy la más joven, me encuentro al final de la avenida y creo que estoy a punto de fundirme. Mi luz ya no es la misma. A veces titilo y la gente resopla, se queja y bufa cuando pasan a mi lado. Miran al cielo pensando que se han apagado las estrellas.
Han notado más mi oscuridad que mi luz.
Sin embargo, alguien se atrevió a contar mi historia.
Hace algunos años, una niña me abrazó llorando. Estaba perdida y ni ella ni yo sabíamos qué hacer ni a dónde acudir. Una anciana mujer le dio la mano, le secó las perlas que le adornaban las mejillas y se la llevó consigo.
Venían todos los días a verme. La anciana tejía a mi lado en un bando de piedra frío. La niña me abrazaba mirando entre la gente, buscando unos ojos conocidos. Estuvo varios días llorando. No dejaba de gritar “mamá, mamá, mamá, papá, papá, papá”, y parecía susurrar algún nombre que se había quedado guardado en sus labios. En varias ocasiones aparecieron unos policías intentando llevarse a la pequeña a un orfanato, pero la anciana siempre conseguía, de una forma u otra, que la niña se quedase con ella. Supongo que ambas tenían la esperanza de que los padres de la pequeña acudiesen a recogerla en el mismo sitio donde la habían dejado.
La niña perdida y la anciana que cosía venían en verano, otoño y primavera. Cuando el frío abrigaba, yo notaba su ausencia.
Pasaron los años y la anciana, cada vez más vieja, seguía trayendo a la niña. Sus manos, llenas de nudos, casi no podían tejer. Cuando la niña perdida abandonó su niñez,  dejó de buscar entre los ojos de la gente para sentarse al lado de la que cumplió el papel de abuela. Cuando la anciana ya no pudo coser más por la artritis que le devoraba las manos, la joven perdida comenzó a leer para los oídos en decadencia de su abuela.
Desde mi altura siempre he podido ver el cuadro completo. Al mismo tiempo que la niña crecía y leía, un joven atendía en las mesas del bar de enfrente a las peticiones apresuradas de cafés, más atento a los labios de la muchacha que a la propina que quedaba abandonada en las mesas. Siempre miraba. Casi se podían ver los sentimientos que le ataban a aquel banco de piedra frío.
La niña creció, la mujer murió y la niña volvió a mí llorando. Se quedó a mi lado, sentada en ese banco de piedra. En sus ojos se veía la tristeza que envolvía su alma. En sus ojos se veían las ganas de retroceder en el tiempo y tener un día más para leer a los  oídos en decadencia de la anciana mujer.  El joven seguía mirando, tragándose la tristeza de su propia vida.
Casi por destino, casi sin querer, un día los dos pares de ojos tristes se conocieron. Nunca he visto un instante más hermoso en la historia de dos vidas. Ahora que han pasado los años, sé que en ese momento dos almas gemelas se unieron.
Se enamoraron, se pelearon. Pero desamparados el uno sin el otro, volvieron a buscarse. Ella dejó de venir a mi lado, a mi banco, y empezó a leer en una de las mesas del bar de enfrente.
Así fue como ella y yo nos conocimos. Una de las manías que tenía la joven perdida era leer despacio, y cada vez que pasaba una página levantaba la vista buscando algo. Tal vez unos ojos conocidos, tal vez a su abuela perdida. Ahí fue cuando me vio, me miró y empezó a escribir sobre mí.
Años después, el joven le cogió de la mano, se acercaron a mí, y doblando la rodilla izquierda le pidió matrimonio. Ella, con los ojos llenos de plata, asintió.
Pasado el tiempo, la mujer perdida publicó su libro con mi historia. Bueno, con la historia que las dos habíamos compartido. Lo supe por sentimientos. Yo no ando, ni toco, ni hablo. No lloro, ni rio, ni puedo hacer nada que implique movimiento. Pero siento, y tiempo después sentí como la mujer perdida me pegaba un papel anunciando su libro con mi nombre.

“La farola del final de la avenida”

Y creo que entonces dejé de pasar desapercibida.
Y creo que entonces, ella dejó de sentirse perdida.

4 comentarios:

  1. Ohh, vaya historia tan maravillosa que te has marcado. Me encanta de principio a fin. Me ha removido muchas cosas dentro.

    Gracias por dejarla aquí.

    Abrazos.

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    1. Me alegro muchísimo.
      La verdad es que el fin último de todo lo que escribo es eso, remover cosas dentro.

      Gracias a tí por pasarte.

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  2. La cosa más original que he leído en meses, me ha encantado.

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